Wednesday, September 14, 2011

El Paseo—CAP IV "AGUA AMARGA" -Lelé Santilli

Así fue. Lo que aprendí de ella lo olvidé por imperio de algo más turbio que la visión del ojo en la mirilla o mi propio despertar. Y es que, por una vez me había despertado sin alarmas, temprano, un poco deslizándome en el silencio para caer en la mañana, y la mañana era fresca, nueva, esplendorosa. Salí a la plaza buscando los sabores comunes en lugares extraños: un café, algún croissant, un jugo. Ya había practicado antes ese truco; sentirme familiar en un lugar desconocido, simplemente escamoteando el flujo mayor de turistas, evitando las horas de mayor concentración de público en los espacios concurridos. Sentía mi cuerpo energizado, eléctrico. Cada paso me llevaba, con su impulso, como si fuera mi propia barca a favor de la corriente, viento en popa. Volaba. Casi podía sentir la comba de la calle acompañando al tiempo en su circularidad. No me sorprendió sentirme rodeado de siluetas: tenía un sol naciente enfrente, cegándome con su gracia ya casi adolescente. Todo iba tan rápido. Y doblé en esa esquina sin pensarlo, siquiera, como si estuviera destinada a ese camino por años de rutina o un impulso demasiado urgente como para preguntarme nada. Luego vino un sigsag draconiano, una manera de sortear un tanto vertiginosa, pero siempre segura, resuelta. De pronto me detuve ante la puerta con tiempo de mirar por la vidriera hacia adentro y sentir el vuelco de alegría en mi pecho. Lo que veía parecía no ser real, pero tampoco siniestro. Entré y fui derecho hacia la barra. Claramente era yo la única parroquiana sin máscara; sin embargo, el patrón pareció sonreir detrás de la suya. Ví la chispa en sus ojos. Eso me animó a mirar alrededor: pequeñas lucesitas titilaron en dirección a mí. Algunas manos –cuidadosamente enfundadas en sobrios guantes de seda- abanicaron el aire. Sí, todos – todas- estaban pendientes de mí. Sin una pizca de aversión, sonreí. Esa sonrisa se acomodó en mi rostro como si por años hubiera estado buscando ese lugar para existir. Sentía la cara relajada y, por una vez, acordé que la curiosa manera de vestirme para la ocasión resultaba favorablemente adecuada. Era, justamente, el carnaval de Venecia el único sitio en que yo me sentía a tono por mi gusto con el arte de la aguja y todo lo que fuera aderezado y con gala. Los brindis comenzaron a alzarse como un cannon y alguien, más osado, vino a darme una bienvenida algo más cálida. En ese momento percibí el sonido de un beso, cuando su boca esculpida tocó mi mejilla. Giré en redondo hacia el espejo que había visto a la entrada, y supe, en el mismo instante en que un sombrero ornado con plumas cubría mi cabeza, que esa máscara era yo.

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