Volver a los mares de lino, donde verde y azul se cubren y descubren el uno al otro, hasta arribar a una tierra hecha de racimos que guardan las semillas minúsculas: tiempo de cosecha. Para ella, el azul —más oscuro—se miraba en botellas, lo mismo con el verde. Los niños, felices en el lino, el paraíso — las minúsculas bolitas de peso diferente—, unas usadas de venenitos, otras llevadas por el viento. Pero, para los mayores, todo tiempo era de trabajo sin descanso. Y ahora el capitán fue quien trajo otro niño, a quien dio su nombre y apellido. Un hijo extraño, un hijo de una belleza tanto más sutíl por la mezcla de azules y mates. Pero era el más pequeño, cuya madre quedó atrás con sus abrazos. Ella lo trajo a su mundo, entonces, como a un niño más. Fue justamente ese niño el que desposaría a la mujer más bella de la zona. Pobre, sin otras ambiciones que las del amor, también la perdería, como a su madre. Ella lo abandonó por ese suizo rico, feo y poderoso. Ella sería, en el futuro, la abuela de un presidente Argentino.
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