La distancia es impensable aún cuando uno trate –a vuelo de pájaro- de narrar aquello que la hace lo que es. Un imposible. No termina de repetirse día tras día el horizonte —entre los amaneceres y los atardeceres marinos— como una simple línea que revela la profunda naturaleza antagónica entre el cielo y el mar, a pesar del color, aunque el olor y el sabor parezcan también idénticos y en la tormenta se confundan el tacto y el oído en el estruendo húmedo y helado que azota como el miedo. La distancia es el fantasma que separa todo lo conocido, lo amado —y aún aquello que todavía duele—de ese nuevo destino. Ella sabrá de cartas que llegan a destiempo, en esa arqueología del amor que se construye con mano firme o temblorosa, siempre tratando de apresar el instante para darle un sentido que trascienda hasta el otro, tan lejano. Quizás habrá sabido de cartas que no llegan por el refilón de un comentario hecho en el supuesto de que el tiempo ya amansó la herida. “Cuando Andrés falleció…” o “el niño nacido de la querida Magdalena, que ya va para el año” abriéndole una brecha a la melancolía con el corte perfecto de la dicha. Matices que se mezclan de una manera absurda con las lágrimas. Pero saber que no habrá un adiós, un abrazo, una última mirada de profunda conexión, se le reclamará a la vida, no a la distancia, como si distancia y tiempo dejaran de ser las tan mentadas coordenadas que explican todo, y uno debiera enfrentarse —por fin— a ese misterio profundo que es la vida.
Subscribe to:
Post Comments (Atom)
No comments:
Post a Comment