Hacía demasiado calor para mangas largas y camisa con cuello cerrado. La cabeza se escapaba, roja y mojada; las manos hacían fuerza para liberarse de los puños impecables.
Me miró con ojos intensos, aunque un poco abotagados.
- Nadie me cree, dijo, antes de que le preguntara nada.
Después, comenzó a desabotonarse la camisa con morosidad. Me dio tiempo de agarrar el machete con mango de paraguas –una antigualla ridícula pero útil- y se lo clavé en el pecho. Siseó con sorpresa y cayó muerto.
- No me fío de quienes quieren la cita pasado el mediodía, cuando reina la siesta.
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